La geopolítica de rebaño, Rusia y Ucrania
Para Putin con la URSS desmoronada la OTAN no tiene la menor legitimidad.
Escribe Carolina Mantegari, del AsisCultural,
Especial para JorgeAsisDigital.com
La primera en equivocarse al equiparar a Vladimir Putin con Adolf Hitler fue la señora Hillary Clinton. Lo culpaba por su derrota ante Donald Trump.
Hillary habilitó a los multiplicados comunicadores de interpretación precoz para sostener idéntico facilismo.
Resulta ahora que es nazi el hijo de Vladimiro Spiridonovich Putin, un resistente en el sitio de Stalingrado.
Lo que tienen en común Hitler y Putin es haber sido emergentes personales de sus países vencidos.
Humillaciones excesivas para Alemania por el Tratado de Versalles (en el ascenso de Hitler).
Extensiones acosadoras de la OTAN (en el rencor de Putin).
Para captar las bárbaras banalidades de Versalles debe leerse “Las consecuencias económicas de la paz”.
Es el texto iniciático de John Maynard Keynes, teórico ponderado por el ensayista Axel Kicillof, El Gótico, pero horriblemente maltratado por el pensador Javier Milei, El Subastador de Sueldos, en sus shows televisivos.
En cuanto al infantilismo extendido de la OTAN basta con recurrir a la señora Hélène Carrère d’Encausse, de la Academia Francesa. Madre del novelista Emmanuel Carrère y máxima especialista en la historia de Rusia.
En “L’empire éclaté” (El imperio estallado) Carrère d’Encausse anticipó en doce años el desmembramiento de la Unión Soviética.
Y antes del advenimiento de Putin, escribió “Le malheur russe” (La desgracia rusa). Donde describe el infortunio de Rusia a través de su historia. Desde La Rus de Kiev, hasta Pedro el Grande o Josef Stalin.
Para Carrère, Putin es “un dirigente autoritario”. Pugna por una Rusia “fuerte en el interior y poderosa en el exterior”.
Y con un sistema político que contenga la compleja humanidad de una geografía que abarca tres mundos.
Europa, Extremo Oriente y el Oriente Musulmán.
Enjambre cultural que refleja la diversidad que solo puede gobernarse con una consistente autoridad. Aunque derive, inexorablemente, en autoritarismo.
«Sin Putin no hay Rusia» (Myers)
En Estados Unidos la inteligencia se ubica en las antípodas del poderío militar.
En otras palabras, la política exterior de USA es peligrosamente desastrosa.
El poderío militar con una estrategia equivocada produce estragos.
A la catastrófica invasión de Irak (que derivó en triunfo de Irán) se le agrega la disparatada incursión en Afganistán, coronada por la huida escalofriante que dejó el territorio librado al fundamentalismo del Estado Islámico (Daesh) o Al Qaeda.
Y para los sublimes narcotraficantes que trafican con el hachís de superior calidad.
Las chingadas norteamericanas con potencia nuclear fueron complementadas con el erróneo manejo político de la OTAN.
Trata como empleados o dependientes a países centrales europeos que lo que menos quieren es pelear con Rusia.
Como tampoco la sociedad norteamericana aguanta otra guerra. No tolera más la llegada de ataúdes envueltos en banderas.
La OTAN fue la alianza concebida en los nostálgicos tiempos de la guerra fría, para enfrentar el desafío soviético que se desvaneció.
La desaparición de la URSS fortaleció a una OTAN que hoy recrea su legitimidad.
El enemigo ya no existe. El imperio que debía enfrentar se evaporó.
Su economía era un delirio. Perdió por goleada la «guerra de las estrellas».
La dupla de Juan Pablo Wojtyla con Ronald Reagan había resultado letal.
La URSS caía rendida a los pies del occidente capitalista. La Rusia agonizante se disponía a adoptar la cultura del vencedor.
Pero la OTAN adquirió a precios de saldo o regalados los antiguos países del imperio vencido.
Hasta debilitar a una Rusia en retroceso, con un Yeltsin a los tumbos que de pronto encontró un “desconocido” conductor. Putin.
Un eficaz agente de la KGB, que veraneaba en Biarritz en un hotel de tres estrellas. Que estuvo destinado en Dresde, Alemania Oriental, donde desarticuló solo a la turba de manifestantes que, en la noche de la caída del Muro de Berlín, se disponían a atacar el consulado de la URSS.
Un espía que se crió en un departamento comunitario infame de Leningrado. Que creció políticamente de la mano del alcalde Chubais (leer “El nuevo zar”, de Steven Lee Myers, superior biografía de Putin escrita por el corresponsal del New York Times).
En el último capítulo Myers acentúa una sentencia que tiene el rigor de una definición.
“Sin Putin no hay Rusia”.
La Invención bolchevique de Ucrania
A Putin simplemente le cuesta aceptar la mera existencia de Ucrania.
Le cuesta separar “El capote”, del ucraniano Gogol, como invalorable exponente de la literatura rusa.
Para Putin, Ucrania es «una invención bolchevique de Lenin».
Y que impuso al campesino ucraniano Nikita Kruschev (odiado por el poeta Raúl González Tuñón) al frente de la URSS.
Pero don Nikita cometió también el error de ceder Crimea a la República Socialista de Ucrania.
A Putin le indigna, aparte, la sobrevivencia de la OTAN. Con la URSS desmoronada, a su criterio, la OTAN no tiene la menor legitimidad. Le resulta indispensable gestar un marco de seguridad para su territorio. Por la persuasión de la fuerza.
Entonces, entre tanto analfabetismo geopolítico, tiene razón el pensador Rosendo Fraga cuando confirma que la guerra con Ucrania “era absolutamente previsible”.
Como era también previsible el reconocimiento de la independencia de Donetsk y Lugansk.
Dos barrios populares situados en Ucrania pero colmados de rusos que proporcionaban el pretexto para incursionar compulsivamente.
Consta que, desde antes de 2014, Putin advertía que no iba a aceptar los coqueteos de la OTAN en Ucrania. O en Finlandia.
Escupir los zapatos del invasor
Es el turno del horror de la guerra con su carnicería. El rescate del heroísmo ligeramente irresponsable de los patriotas ucranianos que se quedaron solos frente al invasor que conocen muy bien.
Integraban el mismo seleccionado en los mundiales de fútbol.
Hoy los sufridos patriotas se encuentran cargados de manifestaciones internacionales de solidaridad.
Muestras gratis de elogios en los medios de comunicación que conmueven con sus miles de migrantes.
Con una debilidad combativa ante el invasor que los supera en potencia, en número. Y ni siquiera lo considera un rival.
El Occidente solidario y democrático no se encuentra en condiciones de enviarle un miserable soldado.
Solo escupe los zapatos del invasor con sanciones comerciales, hostigamientos inútiles, generalmente destinados al fracaso.
Finalmente, en Kiev habrá un gobierno amigable con Rusia. Se destinarán millones en el desarrollo de Ucrania, y Kelensky será un referente mundial que deberá cuidarse eternamente para no tener el destino de Litvinenko.
Y deberá cuidarse del té, o del agua mineral, como Navalny.
El conurbano de occidente
Para los innumerables cultores de la geopolítica de rebaño, Argentina debe ubicarse inexorablemente -y sin el menor sesgo crítico- en el bando occidental.
Aunque sea, en efecto, el conurbano de occidente. El Monte Chingolo.
Pero persiste el ombliguismo cultural que instiga a tratar la intervención (o meramente invasión) de Rusia en Ucrania a través de la relación acaramelada de Alberto, El Poeta Impopular, con Putin.
A partir de la escandalosa tendencia de Alberto de “hablarse encima”.
Con elogios desproporcionados que inspiran a los analistas de tesis.
Los que creen que, al atacar a Putin, atacan a Alberto.
O a La Doctora (o sea a la Rusia de Alberto).