"José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt. 1, 20-21), dijo el ángel en sueños a San José, justo varón.
San José es conocido como el “Santo del silencio” porque no se conoce palabra pronunciada por él, sin embargo sí conocemos sus obras, su fe y amor, los que influenciaron en Jesús y en su santo matrimonio, consignó la Agencia Católica de Informaciones (ACI).
Dice una hermosa tradición popular que doce jóvenes pretendían casarse con María y que cada uno llevaba un bastón de madera muy seca en la mano. De pronto, cuando la Virgen debía escoger entre todos ellos, el bastón de José milagrosamente floreció. Los ojos de María, entonces, se fijaron en él. Por eso se le representa con un bastón o vara florecida en las manos.
Junto a Santa María, San José sufrió las vicisitudes que rodearon el nacimiento del Mesías, en especial que no los quisieran recibir en Belén la noche en que su amada esposa dio a luz. El Hijo de Dios, que fue encomendado a sus cuidados, tuvo que nacer en un establo y, a los pocos días, ser llevado fuera del país, rumbo a Egipto. Nada parecía seguro en la forma como su Hijo llegaba al mundo, todo lo contrario: José tuvo que encabezar la huida de la familia, como si hubiese cometido una falta o un delito, cuando lo único que quería era poner a Jesús a buen recaudo, lejos de la mano asesina de Herodes. Y con toda esa inseguridad, el buen José obedeció a Dios en todo y confió enteramente en la Providencia.
Como era un carpintero, no pudo darle lujo alguno a Jesús y, por el contrario, tuvo que hacerlo convivir con la pobreza. Sin embargo, el tiempo que le dedicó para atenderlo y enseñarle su profesión fueron más que suficientes para que el Señor conociera el cariño y la guía de un padre. Nada se guardó para sí, y todo lo dejó por Él. José supo comprender a su Hijo cuando su misión lo apremiaba, como aquella vez que se extravió y lo encontró enseñando en el templo. Hasta en eso José fue desprendido y generoso.
Los mejores años de su vida los pasó en contacto directo con Dios, ¡conviviendo bajo el mismo techo! ¡Cuántas veces su mirada debe haberse cruzado con la de Jesús! ¡Cuántas veces debe haberse quedado contemplando la grandeza de Dios en ese Jesús niño o adolescente mientras se iba haciendo hombre! ¡Cuántas veces deben haber hablado y compartido experiencias! Y es que Dios, en su humildad infinita, se dejó educar mansamente por José, mientras Él, Jesús, educaba a su propio padre en la tierra con sus palabras y sus gestos.
Hay mucho de maravilloso y ejemplar en San José para cualquier padre que quiera amar como Dios manda. Sin embargo, por ahora habrá que resaltar un último punto: San José es el Patrono de la buena muerte porque tuvo la dicha de morir acompañado y consolado por Jesús y María.
La Iglesia católica lo tiene como Santo Patrono y protector desde siempre, pero esa misión no fue explicitada oficialmente hasta que el Papa Pío IX lo estableció así en 1847. Ya Santa Teresa de Ávila había profundizado y difundido la devoción a San José a consecuencia del milagro de su recuperación, obtenida por intercesión del Santo. Teresa solía decir: "Otros santos parece que tienen especial poder para solucionar ciertos problemas. Pero a San José le ha concedido Dios un gran poder para ayudar en todo".
Hacia el final de su vida, Santa Teresa terminó escribiendo: “durante 40 años, cada año en la fiesta de San José le he pedido alguna gracia o favor especial, y no me ha fallado ni una sola vez. Yo les digo a los que me escuchan que hagan el ensayo de rezar con fe a este gran santo, y verán que grandes frutos van a conseguir".
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