José Luis Cabezas jamás llegaba solo.
Llegaban su cámara de fotos y él.
No, eso es poco, eso no cuenta de modo entero a las llegadas de Cabezas. La verdad es que no llegaban sólo su cámara de fotos y él, aunque su cámara de fotos y él -juntos, siempre juntos- ya representaban un montón. Llegaban sus entusiasmos, su cámara de fotos y él.
Lo comprobábamos con la misma naturalidad con la que se acepta que el aire es aire todos los que compartíamos con Cabezas la redacción de la revista Noticias durante uno o durante muchos ratos: ahí llegaba Cabezas, ahí llegaban su cámara de fotos y él, ahí llegaban sus entusiasmos, su cámara de fotos y él. Cabezas tardaba menos que una nada en desembarcar de frente a un escritorio, de cara a un compañero, de la calle hacia el sitio en el que sus entusiasmos, su cámara de fotos y él siempre regresaban, y, entusiasmado y entusiasmando, siempre entusiasmado, decía: “Mirá esta foto”.
“Mirá esta foto”, decía Cabezas mientras miraba al que estaba siendo invitado a mirar, mientras la ansiedad de los que aman lo que hacen le bajaba y le subía por cada vena y se transfundía en las venas de los otros, mientras no usaba ninguna palabra para que quedara en claro que se sabía poseedor de un tesoro nuevo, mientras también quedaba en claro que no pretendía ser el dueño único de ese tesoro nuevo sino que soñaba -eso: soñaba; Cabezas soñaba casi tanto como se entusiasmaba o, en realidad, llevaba un sueño en cada entusiasmo- con que ese tesoro se transformara también en un tesoro del que iba a mirar la foto y, después, en un tesoro de cada lector de aquella revista.
@bloqueI@“Mirá esa foto”, decía Cabezas cuando sabía que sus entusiasmos, su cámara de fotos y él habían convertido en real, como tantas veces, el misterio y el milagro de que un instante, un gesto, una fugacidad que apenas los reporteros gráficos grandiosos como Cabezas intuyen que no es una fugacidad, ingresara a la eternidad vuelta foto. A los que nos gusta el deporte y recibíamos los trabajos no cotidianos pero siempre maravillosos de Cabezas sobre el deporte nos lo decía, por ejemplo, cuando nos mostraba cómo había sentado a Norberto Fontana, automovilista de los coches más rápidos, adentro de un autito casi de juguete. O cómo había sintetizado su pasión futbolera por Independiente con su devoción fotográfica para retratar a un equipo campeón de Independiente en el transcurso de una final con Boca. O cómo había entretenido durante horas, horas que fueron muchas horas, a un grupo grande de deportistas argentinos que se preparaban para ir a los Juegos Olímpicos de Atlanta de 1996 hasta sacarle a cada uno y a todos reunidos unas fotos plenas, capaces de entretejer al deporte y a la humanidad en una sola pieza.
“Mirá esa foto”, decía Cabezas con una tira de cuadritos en colores dentro de la que se divisaban unos perros y unos trineos en los que puso el foco cuando lo enviaron a hacer una cobertura a Usuahia. “Mirá esa foto”, decía Cabezas y elegía un punto, un punto que al principio resultaba visible sólo para sus entusiasmos, para su cámara de fotos y para él, y precisaba: “Ahí está la fuerza, ahí está el movimiento, ahí está el clima”. Eso alcanzaba para que la fuerzas, el movimiento, el clima y más cosas viajaran rumbo a los párpados de que los que aceptaban concentrarse en la foto. Y todo era tal cual como lo habían plasmado los entusiasmos de Cabezas, la cámara de fotos de Cabezas y Cabezas.
José Luis Cabezas jamás llegaba solo. Y los entusiasmos y la cámara de fotos y todo él impregnaban su sonrisa de compañero contento, su persistente barba rala, su hombro derecho gastado como se gastan los hombros de los reporteros gráficos, sus ojos encendidos por las luces y por las sombras que fotografiaba pero, más aún, por las luces abundantes, enérgicas, expansivas, buenazas, que modelaban el tipo que era.
Al entusiasmo de Cabezas, a la cámara de fotos de Cabezas y a Cabezas les tocó ejercer la proeza de llegar juntos a todas partes en una edad de la historia en la que semejante combinación fascinaba a vastos públicos y enojaba a algunos poderes y a algunos poderosos.
Entonces, lo mataron.
Lo mataron y, aunque lo mataron, aunque lo mataron tratando de matar más cuestiones que a él, aunque lo mataron en un país donde se mató y se mata, aunque lo mataron para abrir y para no cerrar una trama de impunidades que continuaron y continúan a su muerte, ahí está.
Ahí está José Luis Cabezas.
Con sus entusiasmos invencibles y con su cámara de fotos inseparable, llega. Llega y sigue llegando al corazón de cada uno de nosotros.<
Ariel Scher es periodista. Fue subeditor de la revista Noticias y prosecretario del diario Clarín. Docente en TEA y DeporTEA, escribió varios libros (el último, Deportivo Saer).