Después de arrancar el año con un Globo de Oro a la Mejor película extranjera y recibir nominaciones de distintos premios alrededor del mundo, Argentina, 1985 sigue con su buena racha. Esta vez, en la misma categoría, la película dirigida por Santiago Mitre quedó nominada para el codiciado premio Oscar, que podría ser el tercero que reciba el país después de los merecidos por La historia oficial y El secreto de sus ojos.
Protagonizada por Ricardo Darín -que ya había ganado un Oscar por su papel en la película de Juan José Campanella de 2009-, Argentina, 1985 se centra en en Juicio a las Juntas y, en particular, en la figura de Julio César Strassera, el abogado y juez argentino que ofició como fiscal en el mismo.
Para aquellos a los que la película los haya dejado con ganas de interiorizarse aun más en el tema, el escritor, abogado y periodista argentino Matías Bauso escribió El fiscal, libro editado por Ariel en el que el autor no necesita imágenes para describir a la perfección el paisaje (tan parecido y, a la vez, tan distinto) de aquella Argentina de mediados de la década del 80 en los albores de una nueva democracia.
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¿Quién fue Julio César Strassera? ¿Cómo llegó a pasar de ser un “hombre gris” a la figura clave del juicio más importante de la historia argentina? En El fiscal, Bauso logra reconstruir, con paciencia de pintor, la vida de Strassera, ese hombre que, al final de su discurso, eternizó las palabras que el pueblo argentino ya venía repitiendo hacía años cuando dijo: “Señores jueces, nunca más”.
El alegato empezó a las 15.13 del miércoles 11 de septiembre. Era la primera vez que los acusados ingresaban a la sala. Había expectativas, rumores y también absurdas suposiciones. Algunos hasta soñaban (los diarios utilizaban el potencial para informar) con algún tipo de pequeña revuelta que mostrara la dignidad de los comandantes.
Lo cierto es que, entre trajes a medida y uniformes militares, los nueve que eran juzgados entraron en fila y se acomodaron en los bancos de madera. Algunos mostraron enojo, otros estaban serios y también estuvieron los que simularon desinterés.
Videla leía un libro religioso que sacó de un portafolio de cuero marrón que tenía sus iniciales en dorado: Las siete palabras de Cristo en la cruz, de Charles Journet. Leía por espacios breves y muchas veces se quedaba en una página muchos más minutos de los que requería la lectura promedio: hacía que leía para que pasaran las horas. El resto del tiempo miraba el techo o posaba sus ojos por encima de la cabeza de los jueces, en el crucifijo colgado en la pared que debajo tenía la inscripción: Afianzar la Justicia.
El episodio hace recordar otro juicio célebre. Mientras se preparaba el juicio en su contra, el Estado de Israel ordenó a un oficial del ejército resguardar el bienestar físico y mental de Adolf Eichmann: no querían juzgar a alguien demacrado ni que alucinara. Deseaban que pareciera lo más normal, sano e íntegro posible para que el juicio tuviera más impacto. El detenido no creaba problemas: tenía apetito, se mostraba dispuesto a colaborar, respondía todo tipo de preguntas, su trato era amable y siempre parecía de buen ánimo.
El oficial israelí que lo cuidaba le acercó el libro del momento para que lo leyera, para que se distrajera un rato. Dos días después, cuando el militar pasó por la celda, encontró a Eichmann de mal humor, renuente al diálogo. En el piso de la celda, contra la puerta, estaba el ejemplar de Lolita de Vladimir Nabokov que le había entregado. Eichmann, indignado, le dijo: “Lléveselo. Es un libro completamente malsano”.
Y Eichmann en esta historia tiene su importancia. No solo por los argumentos jurídicos que se plantearon en los diferentes alegatos y el antecedente de lo que decidieron los jueces en Jerusalén y cómo la doctrina lo interpretó. La imagen que preocupaba era la de Eichmann en esa jaula de vidrio blindado, asistiendo a cada instancia del juicio. Por eso los pedidos de las defensas para que los acusados no estuvieran en la sala fueron aceptados hasta esta instancia. Procesalmente era imposible que no escucharan la acusación. También cada uno estaría –con la excepción de Videla– en sus propios alegatos y hasta harían uso de la palabra.
Galtieri se veía abatido: un par de años atrás se imaginaba en bustos y hasta debe haber soñado con alguna estatua ecuestre en plazas céntricas de todo el país, y ahora las revistas lo dibujaban con traje a rayas y bolas de acero atadas a sus tobillos.
Massera hacía saber a través de sus periodistas amigos que llevaba un riguroso archivo de todo lo publicado sobre el Juicio. Como si nada hubiera cambiado. También disfrutaba que publicaran que él participaba activamente en sus estrategias de defensa.
En los estrados de los acusados, los empleados de la Cámara habían dejado varios ceniceros y nueve blocks de hojas y biromes sobre cada uno de ellos. Solo Agosti, Viola y Massera tomaron algún apunte durante las intervenciones de los fiscales.
Massera sonreía con sarcasmo cada vez que se le adjudicaba a la Marina algún asesinato, asentía con un leve sacudón de cabeza cuando surgía su nombre.
El primer incidente se produjo en el primer cuarto intermedio. Los comandantes salieron en fila de la sala y pasaron al lado de Moreno Ocampo, que se había puesto de pie y los miraba con gesto socarrón. Galtieri, con los músculos de la cara tensos, le dijo algo al pasar. Se presume que lo insultó. Moreno Ocampo rio con algo de estruendo. Cuando los periodistas corrieron a preguntarle qué le había dicho Galtieri, el fiscal adjunto minimizó la cuestión y se lamentó de no haber escuchado: “Es una lástima. Seguro la historia se perdió una frase célebre”, dijo.
Esa primera jornada se extendió hasta más de las nueve de la noche. Strassera y Moreno Ocampo se alternaban en el uso de la palabra. El fiscal comenzó parafraseando a su colega Hausner y siguió hablando de la violencia del país hasta llegar a los años setenta. Luego describió en líneas generales el plan sistemático instrumentado por la Dictadura.
Moreno Ocampo, en su turno, les pidió a los jueces que no se dejaran convencer por el aspecto de gente decente de los acusados. Eran criminales y habían sumido a la Argentina en un infierno, habían cometido la peor masacre de la historia. Luego ingresaron en el análisis caso por caso, las imputaciones específicas de homicidios, secuestros, torturas y delitos contra la propiedad.
Aun en las secciones más farragosas, en las que predominaba la información y la descripción somera de los casos, el alegato del fiscal mantenía un estilo impecable y tenaz. Pocas veces decaía el interés, casi nunca descuidaba el estilo. Los chicos de la fiscalía habían hecho un trabajo cotidiano que resultó de gran utilidad en el momento de preparar el alegato. Apenas recibían las copias de las declaraciones de los testigos, unos días después de presentarse ante el Tribunal, las leían en profundidad, las marcaban en los márgenes y las identificaban con números y siglas para ir catalogando y sistematizando la información.
Strassera aclaró que esos pocos más de setecientos casos que había utilizado no agotaban el número escalofriante de víctimas. Lo siguiente que dijo fue recibido sin escándalo en la época: “Me acompaña el reclamo de más de nueve mil desaparecidos que han dejado, a través de los que pudieron volver de las sombras, su mudo pero no por ello menos elocuente testimonio acusador”. (Aunque poco después, y hablando de la destrucción de la documentación por parte de las autoridades militares en los días previos a las elecciones del 83, dijo que a raíz de esa actitud “no se sabe con certeza cuántas fueron las víctimas: si fueron cinco mil, nueve mil o treinta mil”).
Después de describir la irrupción de la Triple A –violencia desde el Estado, también–, entró de lleno en la represión desatada por la dictadura tras el golpe del 24 de marzo. La describió en la cara de los comandantes con tres palabras precisas y contundentes: feroz, clandestina y cobarde. Y explicó que decidieron responder a la guerrilla con los mismos métodos ilegales y bárbaros.
En ese momento fija algo que había repetido en cada entrevista. Al preguntarse cuántos de los que fueron desaparecidos y asesinados eran culpables y cuántos inocentes, responde que nunca lo sabremos porque no les dieron la posibilidad de un juicio y de defenderse. Por lo tanto, para la ley todos eran inocentes porque ninguno había sido juzgado. “Al suprimirse el juicio, se produjo una verdadera subversión jurídica. Se sustituyó la denuncia por la delación, el interrogatorio por la tortura, y la sentencia razonada por el gesto neroniano del pulgar para abajo”.
Moreno Ocampo en su turno recordó las palabras de la señora Corbin de Capisano en esa misma sala. La mujer, mientras se levantaba de la silla destinada a los testigos, dijo: “Mi hijo también merecía un juicio como este”.
En el segundo cuarto intermedio fue Videla el que se hizo notar. Cuando quiso salir por el pasillo estrecho, se cruzó con Strassera, que estaba de espaldas y obstaculizaba el paso. El dictador lo pechó por la espalda y siguió su camino sin pedir perdón ni permiso. El fiscal supo contenerse. Supo que estaba haciendo un buen trabajo.
Esa introducción conceptual provocó una gran conmoción. Era una pieza con profundidad y claridad, que no se enroscaba en el lenguaje jurídico ni en esas frases carentes de sentido pero altisonantes que los abogados suelen utilizar mientras creen que escriben bien. El alegato a esa altura ya era una pieza excepcional.
Luego, los casos. Divididos por junta, por campo clandestino, por zonas. Esa información fue más tediosa y uniforme. Pero ese catálogo además de ser monstruoso y de demostrar que a pesar de que hacía meses que escuchaban esos relatos, nadie se habituaba a tanto horror, además de todo eso, demostraba lo que era la democracia. Un lugar en el que se cumplían las reglas, en el que a veces lo monótono era la norma, en el que se respetaban los pasos institucionales y en el que la fiscalía debía exponer sus acusaciones ante los acusados para que tuvieran pleno acceso a su derecho de defensa. Cada secuestro, tortura, asesinato, sustracción de bebés y robo era un caso individual atroz. Y al mismo tiempo un mosaico del plan sistemático montado por el Proceso, de la instauración del terrorismo de estado.
Los siguientes días los abogados defensores empezaron a decir que el alegato había sido escrito por Carlos Somigliana. Lo afirmaban como si se tratara de un demérito. Pero en el mismo gesto reconocían que estaba muy bien escrito. Moreno Ocampo aclaró que Somigliana era empleado del Poder Judicial desde hacía tres décadas, que colaboraba desde hacía meses con ellos y que sí, que por supuesto escribía bien. También quisieron impugnar lo dicho porque los fiscales leían y el Código decía que los alegatos debían ser orales y que solo se podía recurrir a apuntes.
El 18 de septiembre fue la última jornada. Ese día se consolidó la intervención judicial más célebre, más relevante y sobrecogedora de nuestra historia. En el momento previo a pedir las condenas, Strassera hace un gesto que pasó desapercibido. Con las dos manos se toma del apoyabrazos de su silla y se levanta un poco, como acomodándose para el gran momento. Después pidió condenas durísimas para todos los comandantes, incluyendo varias reclusiones perpetuas. Pero todavía faltaba algo más.
El párrafo final es célebre y tiene varios méritos. Su contundencia, la facilidad con que se fijó en la memoria colectiva y el haber utilizado una frase que ya tenía peso, que no era propia, que era un tótem de la lucha de los organismos de derechos humanos. Ese cierre es el otro rezo laico de los albores democráticos junto al recitado del preámbulo de la Constitución con el que Alfonsín cerraba sus discursos: “Señores jueces, quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: nunca más”.
Ese gran final, inolvidable, con su enorme impacto, logra tapar un párrafo dicho unos minutos antes y que debiera haberse convertido en el lema de nuestra democracia. “Hemos tratado de buscar la paz por la vía de la violencia y el exterminio del adversario, y fracasamos: me remito al período que acabamos de describir. A partir de este juicio y de la condena que propugno, nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia. Esta es nuestra oportunidad: quizá sea la última”.
Allí, en ese párrafo, Strassera siembra su legado y muestra el camino. Memoria, paz y justicia. Todavía estamos a tiempo de escuchar ese mensaje.
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