Este martes 4 de mayo habrá elecciones en Madrid. Lo cual, aunque mis cuatro o cinco lectores españoles no lo crean, para muchos es una noticia: en el resto del idioma ningún medio que yo conozca habla de eso. Eso habla, por supuesto, del ínfimo espacio que los periodismos de nuestros países le dan a la información de otros cuando no hay por lo menos siete muertos o una cantante famosita o un futbolista en retirada. Pero, también, de cómo cada comunidad se enreda en sus asuntos, se los toma como si definieran los destinos del mundo y sus alrededores.
Y en este caso muy especialmente: Madrid arde –o se cree que arde. La campaña ha sido bronca y ha tenido broncas y se plantea como una decisión definitoria, aunque la Comunidad de Madrid ya lleva décadas gobernada por la misma derecha –el Partido Popular– que probablemente gane. Así que la campaña de las izquierdas podría centrarse en ese gobierno y sus desastres, pero su principal foco de grititos es la grosería descarada descarnada de la presidenta/candidata y la participación de un partido de derecha cerril llamado Vox.
El partido Vox apareció hace siete años, encabezado por un par de ex funcionarios del PP que, viendo que sus carreras se estancaban, imaginaron que podían representar a esa porción de votantes de su partido que su partido no terminaba de expresar porque le daban un poco de vergüenza –y porque podían restarle votos por el centro. Así que estos medio fracasados empezaron a decir claro lo que sus antiguos jefes decían más oscuro y consiguieron los votos de dos o tres millones de ex PPs. Hacen ruido, pero la mayoría son votos y votantes que ya existían, que premian que ciertos políticos de la derecha ahora digan en voz alta lo que antes hacían en voz baja: bajar los impuestos a los ricos, atacar a los inmigrantes pobres, oponerse a las políticas de género, ayudar a la iglesia católica a conservar sus privilegios, extrañar el orden del caudillo, intentar ser caudillos, hablar mucho de España y su destino y su bandera rojigualda.
Se diría que esta derecha extrema es una versión impúdica de la derecha clásica, pero a la izquierda más clásica le viene muy bien para asustar a sus votantes y llevarlos a las urnas en momentos en que sus propuestas no los llevan mucho; para conseguir ese status de víctimas que cierta izquierda usa tanto últimamente, a falta de uno más fecundo.
En estas elecciones, los “partidos de izquierda” –es raro hablar de izquierdas cuando uno de esos partidos es el PSOE– se presentan divididos, con tres candidatos no muy atractivos –un profesor vacilante por los socialistas, una médica sobreactuada por el peronismo, un orador odiado por Podemos–, pero los une su lucha, dicen, para “frenar al fascismo”.
Para lo cual su campaña se centró estos días en las amenazas de un anónimo que mandó cartas con balas a personajes de esos partidos y en los exabruptos de las candidatas de Vox y del Partido Popular. En lugar de discutir políticas en serio: cómo fue que la derecha democrática convirtió a Madrid en un paraíso fiscal donde las grandes fortunas tributan mucho menos que en el resto de España, donde la salud pública tiene menos inversión por habitante y la educación es más desigual que en cualquier otra región del país. Para eso sirve, supongo, la derecha bruta: para que no miremos lo que hace la derecha civilizada, que es la que en serio hace.
En cualquier caso, si las encuestas no se equivocan, lo más probable es que la actual presidenta PP, Isabel Díaz Ayuso, gane por bastante. La sostienen sus ataques al gobierno central, su insistencia en que la salud no debe perjudicar la economía, su defensa de los comercios y los bares abiertos, su verba desgarbada. Ganará, dicen, pero no suficiente para gobernar sin aliarse con Vox. En esa necesidad podría estar, quizá, su flaqueza –un cuarto de sus votantes rechaza esa alianza– y la izquierda se va a pasar estos días insistiendo en el tema.
Así que ahora la campaña consiste en discutir qué hay que hacer con la ultraderecha. Si se debe permitir el juego democrático a quienes no respetan el juego democrático, si –siempre en nombre de la democracia– hay que aislarlos tras un “cordón sanitario”. No es un debate nuevo: ya sucede en Francia, en Italia, en Alemania. Lo que casi no se debate es por qué aumentan sus votantes: por qué muchos hombres y mujeres que solían elegir a su izquierda ahora los eligen; por qué tantas personas pobres, preocupadas por su pérdida de empleos y posiciones y esperanzas, se sienten distantes de una “izquierda” que parece representar mejor a cierta clase media inquieta que a los trabajadores en problemas.
Ese es el gran fracaso. Y esa pregunta debería ser, más allá y más acá de cualquier elección, la tarea de estos partidos y candidatos de la izquierda. Pero si se la hicieran, si la respondieran, quizás ellos deberían dejar de ser los partidos y candidatos de la izquierda –y habría que repensar un par de cosas. Mejor gritar que vienen los fascistas y que qué miedo y que tenemos que pararlos como sea; mejor ser víctimas, que así la culpa es de los otros.
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