En los años 70 y 80 las cosas eran claras. Había un sistema de explotación al que había que derribar, y las películas políticas se hacían a la medida de esa certeza. Hoy las cosas no son tan claras, dado que el capitalismo triunfó en esa batalla global, surgiendo en tal caso causas más puntuales por las que luchar. La película alemana Y mañana el mundo entero, que participó de la competencia oficial en la última edición de la Mostra de Venecia, aborda una de ellas: la decidida deriva hacia la ultraderecha que se verifica en el mundo entero, y las formas de hacerle frente. Ahora no hay respuestas, como medio siglo atrás, sino preguntas para hacerse, y eso es lo que plantea --hasta segundos antes de su final-- este film coescrito y dirigido por la realizadora berlinesa Julia Von Heinz.
La anécdota está protagonizada por Luisa (Mala Emde), estudiante de derecho a quien los profesores enseñan que “la República Federal de Alemania es un estado social y democrático, y todos los alemanes tienen derecho a resistir a quienes quieran abolir este orden, si no hay otro remedio”. Ahora bien, ¿resistir por qué medios? ¿Si quienes quieren abolir ese orden no tienen el suficiente poder para hacerlo, la resistencia no será a destiempo? ¿O se trata de un nuevo “huevo de la serpiente” (sobre todo en Alemania), al que conviene descabezar antes de que sea demasiado tarde? A través de su compañera de estudios Batte (Luisa-Céline Gaffron), Luisa se conecta con P81, pequeño grupo “antifa” (antifascista). Desde un primer momento sobrevuela la pregunta sobre qué hacer, y cómo. Combatir a los neonazis, obvio. ¿Pero a través de la violencia? ¿Qué grado de violencia? ¿Tirar algunos huevazos y tortazos, o pasar a medidas algo más expeditivas? De ser así, ¿cuáles?
Hay un problema (al menos en la película; en la realidad no suele ser tan así): los neonazis no le pegan a ningún negro, ni árabe, ni judío. Le pegan, sí, a Julia, en medio de una refriega. Más allá de eso, ¿se combate a los discursos de odio con algo arrojadizo? ¿O mostrando superioridad numérica en la calle? Con tan escasos militantes como tiene P81, ¿la relación de fuerzas permite encabezar una resistencia? ¿Qué hacer con el explosivo que los jóvenes “antifa” encuentran en posesión de un grupo neonazi? ¿Denunciarlo a la policía, cuando la policía está más interesada en reprimir a los “antifa” que a los “fa”? ¿Salir con un fusil de mira telescópica a terminar de una vez con el líder que canta canciones de exterminio? ¿Eso serviría de algo?
Preguntas semejantes se plantean del otro lado del Atlántico, donde los extremistas de ultraderecha se mostraron capaces de tomar el Capitolio y poner en vilo a la democracia. O más al sur, donde se exterminan pueblos originarios en Neuquén o el Amazonas, donde aumentan la pobreza, el analfabetismo, la inanición, la contaminación y la destrucción del medio ambiente. Más allá de la pequeña anécdota del enamoramiento de Luisa por el líder del grupo, apropiadamente llamado Alfa (Noah Saavedra), o del triangulo que estos dos conforman con un tercero en discordia, Lenor (Tonio Schneider), o de los adolescentes recelos de los miembros de P81 ante la recién llegada, en esa desorientación de los que están “del lado bueno” reside el interés de Y mañana el mundo entero.
Lógicamente que otro de los interrogantes implícitos --pero éste no la plantea la película, sino el espectador-- está referido a que en el grupo no se divisa a ningún obrero, campesino o explotado: la vieja cuestión de la politización pequeñoburguesa. Pero la película de Julia Von Heinz plantea todas estas preguntas para darles respuesta en su último plano. Y esa respuesta resulta ser tan simplista, tan irresponsable, tan inconducente, tan cuestionable políticamente, que uno se pregunta para qué entonces tantas preguntas.
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