Las redes sociales tienen un montón de buenos atributos: desde virtudes para la comunicación y el entretenimiento hasta facilitar que se reencuentren familiares perdidos o hallar donadores de órganos a escala global. Pero detrás de su aparente inofensividad se esconde una adicción peligrosa, ignorada por la inmensa mayoría de sus consumidores diarios.
Los seres humanos tienen imperativo biológico básico para conectarse, lo que los lleva a unirse, vivir en comunidades, encontrar pareja y propagar la especie. Por lo tanto, no es casualidad que las redes sociales, que optimizan esta conexión entre personas, tengan potencial adictivo.
Facebook, Instagram, Twitter, Snapchat, Google, TikTok, YouTube, Pinterest, aplicaciones que normalmente están en el celular y forman parte de la vida diaria. Como no se paga por usarlas, los que lo hacen son los auspiciantes. Esos auspiciantes pagan a cambio de que nos muestren sus anuncios, y para eso se busca que pasemos el mayor tiempo posible en línea. ¿La clave? Algoritmos que trabajan sin pausa para decidir qué mostrarte, cuándo y cómo.
Todo lo que nosotros (los usuarios) hacemos en las redes es registrado, rastreado y medido: qué nos detuvimos a ver, cuánto tiempo, qué no vimos, a qué le dimos “me gusta”. Miles y miles de enormes computadoras especializadas se encargan de registrar y medir lo que consumido, y a partir de ello logran saber cuándo estás solo, alegre, deprimido, si eres introvertido o extrovertido, qué tenés ganas de ver.
La información es supervisada y hace que los mecanismos de las redes sociales tengan cada vez mejores predicciones sobre tus gustos y lo que querés ver en el teléfono. El algoritmo viene a ser nuestra secuencia de pasos de todos los días; secuencia que de tanto repetirse hace que las computadoras vayan “aprendiendo” de nuestras elecciones y terminen por elegir las publicaciones correctas en el orden adecuado para que pases más tiempo en ese producto. Y mientras más tiempo estás, más posibilidades hay de que veas los anuncios de quienes pagan para que los veas.
Todos estos aspectos están analizados en el documental “El dilema de las redes sociales”, en el sitio web Netflix. Allí, varios ex empleados de las redes mencionadas se muestran preocupados por los daños provocados incluso por sus propias ideas. Esos daños van desde robo de datos, adicción a la tecnología, propagación de noticias falsas o polarización social. Además, con las redes sociales crecieron notablemente la depresión, la ansiedad, las lesiones autoinfligidas y el suicidio, especialmente en preadolescentes y adolescentes, que son la franja etaria más propensa a la adicción.
El único objetivo de estas aplicaciones es que pasemos tiempo en ellas, por lo que su medio siempre será mostrarnos aquello que nos gusta, lo que coincide con nuestro pensamiento y refuerza nuestra postura; este aspecto es el que más agravó la polarización social y ha llevado al antagonismo ideológico a su máxima expresión. Si pasamos tiempo en estas aplicaciones habrá más anuncios y los dueños ganarán más dinero. Toda esta mecánica funciona sin despertar la conciencia del usuario.
Al revés que los objetos que usamos cotidianamente, las redes sociales no son una herramienta que espera ser usada, como puede ser una bicicleta, un lavarropas, etc. Las redes tienen sus propias estrategias para que estés en ellas, aunque no sepas porqué: usan tu psicología en tu contra generando hábitos inconscientes, al punto de que ves tu celular arriba de la mesa y lo agarrás por si acaso tiene algo nuevo para vos. Y probablemente sea lo primero a lo que le prestes atención al despertar.
Cada paso que damos en las redes les enseña cada vez más cómo somos y qué queremos. Para las corporaciones valemos mirando el teléfono, es lo que les asegura éxito y el motivo por el que los anunciantes las financian. Cada click en una recomendación de video o en un aviso de notificación, refuerza esta mecánica que decanta en ganancias multimillonarias mientras multiplican el tiempo en línea de los usuarios y la adicción.
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