Basta de cháchara
Esta página se despide de ustedes: ha sido un gusto –amargo, dulce, amargo, sabrosón.
Es raro el columnismo.
Es, para empezar, una versión particular del periodismo que consiste en no hacer periodismo: no hay que averiguar cosas y contarlas, hay que pensar cosas y cantarlas. No hay que moverse ni mirar ni escuchar; hay que sentarse y dejarse llevar. No hay que hacerle preguntas a nadie que no sea uno mismo; alcanza con hacerse más caso que el que sería razonable.
Y es, para seguir, una enfermedad senil del banquitismo, ese mal que consiste en vivir subido a un banquito –casi siempre invisible– para ofrecerle al mundo las palabras que por fin lo expliquen. (Por eso, entre otras razones, la mayoría de las columnas son repetidas y aburridas: porque explicar el mundo al mundo siempre ha sido algo muy serio –y cualquier humor provoca a sus autores mal humor, y cualquier desvío mala espina.)
Pero el columnismo funciona, prospera y es, además, una versión particular de aquello de que la función hace al órgano: uno se compromete a escribir esas líneas cada –digamos– ocho días o cada quince o cada equis y entonces, al cabo de un tiempo, si empieza a manejar los hilos del asunto –a enredarse en los hilos del asunto–, puede llegar a creerse que tiene cosas para decirle al mundo cada quince, ocho o equis días. Y las dice, claro. Y espera que multitudes las oigan y comenten y ensalcen y debatan. Las columnas se hacen, como casi todo, para que alguien diga qué bueno, qué interesante, qué maestro. Como casi todo, sí, pero con menos disimulo todavía.
Yo caí, como tantos, en esa trampa para osos orgullosos: esa mezcla de zozobra y supuesto servicio, de narcisismo y desnudez que supone opinar, poner cada equis por escrito ciertas ideas del mundo, esas pamplinas. Caí, y cuando mi hartazgo con el New York Times y su rara mezcla de proclamas de libertad e imposición de sus ideas –“cuando quieras saber lo que piensas, yo te lo digo”–, me llevó a dejarlo, me sentí desamparado despojado desarmado despechado destetado y decidí que tenía que hacerme un lugar donde seguir haciéndolo: tenía tanto que decirle al mundo que callarme habría sido una pena. Así surgió, hace dos años, chachara.org.
La función había hecho al órgano, pero el órgano empezó a parecer menos importante. Chachara tenía sus ventajas: era tan David del Goliat NYT que me caía simpático y, además, nadie me pagaba por hacerlo. Me gustaba esa contradicción: hacer gratis lo que siempre había hecho por dinero, eludir la penosa coartada monetaria y hacerlo porque sí, tan fuera del sistema de retribuciones que justifica casi todo lo que intentamos. Es la otra gran ventaja de cobrar por algo: le da un sentido y atenúa los demás, contesta las preguntas: lo hago porque debo hacerlo, porque vivo de eso, porque como de eso –y ya, no hay que pensarlo más.
Esto, en cambio, lo escribía porque tenía ganas –porque tenía cosas que decirle al mundo–, pero nadie lo esperaba ni me presionaba para hacerlo; no tenía fechas, no tenía monedas. Era hacer lo que hacía por el puro placer: no hay motivo más puro, no hay motivo más frágil.
Poco a poco empecé a notar que me costaba más. En realidad: no tenía tanto para decir, el mundo no estaba esperando que yo lo explicara –y me faltaba la presión, la justificación. Casi sin darme cuenta empecé a espaciarlo, a hacerlo para hacerlo, para no dejar de hacerlo, y esa nunca fue una razón suficiente –ni en el trabajo ni en el amor ni en ninguna de las cosas que importan.
Así que lo fui desertando casi sin proponérmelo y hoy, cuando miré, comprobé que llevaba seis meses sin escribir nada. Chachara, de hecho, ya no existe, y este va a ser su cierre. Ojalá alguna otra vez tenga esas ganas, ese impulso de hacerlo: me gustaba. Mientras tanto, escribiré de vez en cuando una columna –cuando realmente quiera decir algo– en otros medios que no quieran decirme lo que quiero decir. Existen, por supuesto, y alguno incluso me acoge.
Todo lo cual sigue siendo, sin duda, un privilegio
y una trampa.
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¡Hasta pronto!