Memorias de La Negra
Un nuevo imperdible de Martín Caparrós. Con el Día de la Mujer en el horizonte, una buena excusa para recuperar una charla de hace 20 años con una de las grandes mujeres argentinas: Haydée Mercedes Sosa.
Mañana es -como todos los días- el Día de la Mujer. Es una buena excusa para recuperar aquí esta charla con una de las grandes mujeres argentinas: Haydée Mercedes Sosa, cantante, militante, que habría festejado, hace un par de meses, que el aborto sea por fin libre y gratuito en nuestro país. Desde aquella tarde pasaron veinte años; ella murió hace doce pero en la Argentina sigue siendo, con perdón, La Negra por antonomasia.
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La pregunta era de ésas que nadie querría hacer:
–¿Es cierto que me van a matar?
Preguntó aquella tarde de 1975, tras recibir la amenaza de la Triple A, a un militar que alguien le había presentado.
–No, ¿quién la va a querer matar a usted, señora?
Le contestó el oficial, pero las amenazas siguieron llegando. Entonces Mercedes Sosa empezó a cantar custodiada por militantes de variadas izquierdas, y a viajar con “un compañero del partido, pero él lo único que tenía era una 22. ¿Qué podías hacer contra ellos con una 22?”, dice, ahora, y se pasa una mano por la cara, como quien espanta. Había muchos, parecía, que querían matarla. O, al menos, eso decían.
–¿Y mientras cantabas qué pensabas, qué te imaginabas?
–Nada, ahí no te podés imaginar nada, porque si te imaginás, con el miedo, no te sale la voz. Y lo mío es cantar, yo nunca quise callarme, por nada, por nada.
Yo no se lo había preguntado. Ella sola empezó a hablarme de esos años: me estaba mostrando premios, diplomas, discos de oro, martínfierros, konex y otras estatuas que pululan en un departamento muy coqueto que usa para recibir periodistas y alojar a amigos extranjeros, cuando la mirada se le enturbió frente a un retrato que le hizo, en aquellos días, el maestro Carlos Alonso. En el retrato, Mercedes Sosa tiene los ojos del conejo frente a la escopeta:
–Mirá cómo estoy en ese cuadro. Qué angustia que tenía, qué tremendo. Era cuando acababan de condenarme a muerte…
Me dijo, y empezó a contarme su historia política.
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–Yo me afilié al partido Comunista en el año 64, 65, y estuve hasta el 86, 87, que me desafilié porque siempre andaban cambiando la gente, sacándolos, decían que estaban locos… Entonces yo dije antes que digan que estoy loca yo me voy. Pero no fue por la caída del Muro de Berlín, o el comunismo en Rusia. Yo no sé si en Rusia yo hubiera sido comunista. Acá para nosotros era una ensoñación ser comunista, y en Rusia yo no sé… Alguna gente me odiaba porque yo era comunista. Me acuerdo una vez en París que Paco Ibáñez llegó con una mujer medio borracha que me empezó a atacar por comunista, como si nosotros mandáramos a matar a la gente, algo así. Estaba borracha pero era una pelotuda: mirá si yo voy a mandar matar a alguien… Yo, que no mato ni a un pollo.
Mercedes Sosa empezó a cantar en una época en que era difícil ser artista o intelectual y no ser de izquierda. Y entre los folkloristas había un núcleo comunista importante: Isella, Tejada Gómez, Guaraní.
––Yo nunca fui de estar en reuniones del partido, yo soy una cantante nada más: mi misión era cantar. Yo siempre fui a lo libre, era muy difícil ponerme el Lenín por delante: siempre he dicho lo que pensaba sin consultar a nadie, y vos sabés que los partidos se llevan mal con esa gente. Ser comunista a veces se hacía muy difícil, te marginaban mucho. A veces te marginaba tu misma gente, la gente de izquierda. Los montoneros decían que yo no era revolucionaria. Y no. Revolucionaria de matar a la gente, no. Yo creo que las revoluciones son de mucha gente, no de unos pocos que tienen las armas. Hacer la revolución, hacer la guerra es fácil; programar la paz es lo difícil. Pagar la paz es difícil. Porque la paz se paga con muchas vidas, con muchos muertos amados, como acá…
Después del golpe las amenazas siguieron, pero Mercedes Sosa se resistía a dejar el país. No le habían prohibido que se quedara, pero no la dejaban trabajar:
–Los militares no querían que yo cantara, querían que yo me vaya, yo era una molestia para ellos. Y entonces decían que yo era trotskista, y yo no era, no tenía conocimiento del trotskismo… Yo me acuerdo que cantaba una canción de Tejada Gómez que decía “de este país no se va nadie/ no se va nadie”. Yo luchaba por no irme, yo sabía que la iba a pasar muy mal… Y aguanté como tres años, pero en 1979 no me quedó más remedio.
Entonces vinieron los años del exilio, de aprender a ser otra, de arreglárselas sola en lugares que no conocía:
–Fue muy difícil, muy difícil. Mi compañero se acababa de morir, yo no sabía ni hacer un cheque, no sabía…
En esos años vivió en París, cantó, viajó, añoró:
–Las cartas, Martín, las cartas. Yo me acuerdo que le escribía a gente que casi no la conocía, sólo para tener cartas, para que me escribieran cartas.
Mercedes extrañó, y se extrañó con ciertas defecciones. Como cuando pasó unos días por Buenos Aires y nadie la saludaba por la calle, ya no la reconocían, la ignoraban. O cuando se dio cuenta de que Rusia, la patria del comunismo, no la invitaba a cantar:
–Ha debido ser por las relaciones carnales que tenían los soviéticos con los militares argentinos, me imagino. Yo estaba desesperada. Cuando quise volver, en el 82, estaba en París y fui a consultar a una bruja que tenía el péndulo ése para ver el futuro. Y la bruja me dijo que no tenía que volver, que me quedara. ¡Pero qué le iba a hacer caso a la bruja ésa, si yo lo único que quería era volverme para acá! Estaba desesperada…
–¿Y ahora seguís creyendo en algún tipo de revolución?
–¿Cómo no voy a seguir creyendo que hay que cambiar las cosas? ¿Cómo no vas a creerlo, si ves una mierda de villa miseria, esos niños que han nacido signados por la pobreza, por las desigualdades, por no tener escuelas, hospitales? ¿Cómo no vas a creer? Las cosas deben cambiar, se necesitan los cambios. Y alguien tiene que decirlo. Acá cada treinta minutos muere una mujer antes, durante o después del parto o del aborto. Entonces no puede ser que ésto no se cambie. Hay 94 millones de niños cagados de hambre en este continente latinoamericano. Los de la Unicef me dan un pasaporte diplomático para que haga campaña a favor de los niños. Pero si piensan que yo no voy a hablar, mejor que no me lo den. Yo les dije: espero que no se arrepientan, porque yo no me voy a callar. Yo toda la vida he puesto el dedito en la llaga de los dolores de la gente. Y ahora uno de los problemas más terribles es la hipocresía que hay sobre el aborto.
Mercedes Sosa siempre habla muy intenso, con la mirada perdida en algún punto más allá, distante, y esa voz de la tierra. Pero ahora que se acuerda del aborto se exalta, se encocora:
–Yo sé que el aborto es tremendo. Yo he hecho abortos. Después que tuve a mi hijo, el Fabián, tuve que hacer un aborto porque tenía una enfermedad que cuando me quedé embarazada me mareaba, veía triple, no podía pararme: me sentía muy mal. Y me tuve que hacer un aborto, y el dolor ahí abajo es tremendo, es como si hubieras parido pero encima te vas sin el hijo. Yo no me acuerdo que me haya dolido tanto cuando tuve a mi hijo. Entonces tenés que hacer un aborto, te sentís una puta, y encima te tratan como a una bestia. Esos dolores me han golpeado, toda la vida. Ver el sufrimiento de una madre tan jovencita… ¿Cómo va a poder criar el hijo sin el compañero, si ya con el compañero es tan difícil…? La vida de la mujer realmente es tremenda.
Dice Mercedes Sosa, y llora. Despacio, sin alardes: un par de lágrimas que se le escurren bajo los lentes coloreados. Pero no se calla:
–Por eso yo les dije a los de la Unicef: yo voy a hablar por los niños, pero también voy a decir que estoy a favor del aborto. El aborto cuidado por médicos y por anestesistas, no con una tipa que te maltrata y te mete fierros ahí adentro y te arranca todo de cuajo…
Dice, y se agarra con las manos el vientre, como quien se protege. Es difícil decirle nada, y es difícil callarse.
–Y encima a estos Estados les encanta llevar la voz del Papa, que dice que el aborto está mal. El aborto está mal porque es doloroso, es tremendo. Entonces el Estado lo que debe hacer es cuidar la salud de las chicas jóvenes, darles las píldoras; eso tiene que ser obligatorio en los hospitales. Y hay que explicarle a las madres que se dejen de joder pensando que tienen una hija virgen toda la vida. La sociedad es pacata, hipócrita de mierda… No saber que su hija a los 15 años puede enamorarse y hacer el amor y quedar embarazada es creer que su hija es una santa. Y no hay santas: hay hijas que han nacido del útero de una madre. Es difícil decirle esto a las mamás, y encima a mí me ven cómo santa Mercedes, no se por qué; yo no soy ninguna santa, y les quiero decir que les enseñen a sus hijas a cuidarse, a tomar la pastilla. La gente que tiene dinero se hace abortos que no duelen tanto, aunque igual duelen terriblemente. Pero imagínate esas chiquitas pobres, solas, que caen en las manos de cualquiera… Por eso el Estado tiene que intervenir, y por eso, por supuesto que yo siempre voy a estar en contra de esas injusticias contra las mujeres, contra todos nosotros.
Mercedes Sosa tiene 64 años y un vestido de algodón liviano, un collarcito de perlas, un anillo de brillantes y los anteojos de marco dorado: todo sencillo y las uñas de los pies pintadas de rojo juguetón. Está sentada en una silla de respaldo duro, muy derecha, para evitar los dolores de la espalda. Por momentos le cuesta moverse, levantarse, inclinarse, pero cuando habla irradia una especie de fuerza extraña, indescifrable:
–Claro que hay que hacer cambios, pero yo creo que los cambios en esta América nuestra, con tantas democracias falsas como hay…
–¿Por qué falsas?
–Falsas porque acá los amigos de los gobernantes se han hecho ricos, y la democracia es para que se reparta, para que todos vivan mejor, no para que unos se hagan ricos y los otros se mueran de pobreza. La democracia es para que haya hospitales, buenos maestros, no para hacer países como éstos. Son tremendos: a lo mejor, en otros países, a los 12 años las niñas hacen la calle por la heroína, y en los nuestros hacen la calle por la comida… ¿Y cómo se puede cambiar esta situación, este sistema tan mal hecho, con tanta pobreza? Eso tiene que saberlo la gente como ustedes, los estudiosos, la gente culta… Yo lo único que puedo hacer es cantar: no tengo otro camino.
Dice, y después se pone reflexiva:
–Es difícil hacer estos cambios, pero yo no creo que sea imposible. Lo que pasa es que hubo tantas mentiras desde el poder, tantas falsedades, tanta gente que metió la mano en la lata, que vivían en tres ambientes y se compraron un petit–hotel con pileta de natación… Mucha gente de ésa se ha acostumbrado a robar, y ahora hay que desacostumbrarlos.
Mercedes Sosa me cuenta que estuvo en Tucumán y que ahí sí la pobreza se ve en las calles, y que aunque hayan ganado una elección eso no significa que vaya a cambiar nada de un día para el otro. Yo le pregunto cómo le fue: había pasado mucho tiempo sin volver a su provincia como protesta por la elección del general Bussi.
–Yo tenía mis dudas, porque aquella vez que hablé de la bronca que tenía con los tucumanos por haber votado a ese hijo de puta, estuve muy fuerte. Pero la gente me volvió a recibir con mucho amor…
Dice Mercedes Sosa y hablamos de su trabajo, de sus posibilidades de elegir dónde canta, para quién:
–Ahora acabo de rechazar una oferta de Israel para ir a cantar la Misa Criolla. No me querían pagar lo que yo pedía, y no fui. Yo elijo para quién canto gratis. Yo gratis voy a cantar para la Fundación Huésped, para el padre Farinello, en quien creo, para la hermana Pelloni, que tiene esos ojos de una bondad, de un brillo… Se ve que son personas que están bien con ellos mismos. Estoy harta de cantar para gente que no sirve.
–¿Cómo quién?
Le pregunto, y Mercedes Sosa empieza a contarme un concierto en Lausanne para suizos ricos vestidos de gala, y que cuando empezó a cantar “líbranos de aquel que nos domina/ en la miseria” los miró y pensó en eso que decía John Lennon, que los de adelante podían aplaudir con sus joyas, me cuenta, y siguió cantando “venga a nos tu reino de justicia/ y de igualdad”, me cuenta, y canta: su voz sale de la nada y se eleva de pronto, y es muy impresionante.
–Y entonces me vine para atrás y lo miré a Colacho, que tocaba conmigo y le dije: hijos de puta, yo no quiero cantar para éstos…
Me cuenta Mercedes Sosa y que después se fueron al hotel y ella dijo: ahora nos vamos a cobrar.
–Entonces nos fuimos al restorán y nos pedimos un Punt e’Mes, un whisky, un buen vino francés, buena carne, un champaña… La borrachera que nos agarramos, mirá, la curda… Yo me acuerdo que estaba en el suelo de mi habitación y cantaba: rara, como encendida… Al otro día, cuando tuve que bajar al lobby del hotel, me miré en el espejo y me dí cuenta de que tenía el sombrero verde y las botas y no me había puesto el vestido…
–No, el 31 a la noche Charly me invitó al Divino, pero ahí yo no voy… ¿Qué voy a hacer ahí, yo?
Mercedes Sosa tiene una memoria increíble. A veces se va de un tema, pero siempre vuelve: sabe de qué está hablando todo el tiempo, y puede dedicarle un rato a los detalles más pequeños de un choque de hace veinte años: es una narradora nata. Si esto sigue así voy a empezar a cantar, para vengarme. Pero, mientras, me cuenta que el día de Año Nuevo se fue a Rodizio y bailó un par de cumbias y la pasó muy bien, hasta que la empezaron a joder con los autógrafos, dice, y le pregunto si cuando era chica se le ocurría que su vida podía llegar a ser lo que es.
–No, no, yo nunca… Yo siempre canté, pero nunca pensé que iba a ser artista. Yo pensé que iba a ser ama de casa, que cuando me case no iba a cantar más. Para mejor mi papá en todas las fiestas familiares me quería hacer cantar, y yo lo odiaba a mi papá por eso, pobre. Sí, mi hija canta, canta muy bien. ¡Cantá, Merce! Ay no, papá, por favor, no.
–¿Por qué no querías cantar?
–Porque yo cantaba y se me iban todos los novios que tenía… Los chicos no quieren estar con una persona que es distinta. Yo de jovencita era delgadita y todo, pero cantaba y no querían saber más nada. Así que yo le decía mamá, por favor, digalé que no me haga cantar en los casamientos…
Es curioso: su mejor arma empezó por ser un handicap, una desventaja. A veces es así. Ahora, llena de distinciones y respeto, le pregunto cómo usa el poder que ha conseguido.
–¿Qué poder tengo yo? Yo no tengo ningún poder. Mi único poder es poder llenar una cancha, poder trabajar con mis compañeros, que vivamos de esto, que no hayamos recibido medallas de gente que no nos gusta.
Dice, y me cuenta que el año pasado, cuando su madre estuvo internada, el secretario de Menem la llamó para preguntarle cómo estaba todo y le pidió que esperara un rato porque el presidente quería hablar con ella.
–¿Cuánto?
–Veinte minutos.
–No, no puedo, porque me voy a la carpa de los docentes.
Dice Mercedes que le dijo, y que entonces Menem la llamó enseguida y ella le agradeció su atención y le dijo que se iba a la carpa blanca, me cuenta ahora y se ríe, y yo le digo que eso es poder, una manera del poder. Pero ya estamos hablando de enfermedades, y Mercedes Sosa recuerda la suya: fue hace tres años, y se pasó muchos días en la cama, muy débil, sin saber qué tenía. Sólo sabía que quería dormir, que cada vez que se despertaba se sentía mal, mareada, dolorida, y no quería despertarse: que había llegado al fondo.
–Un día le dije a María mire, no me traiga más nada. Y ella me preguntó por qué. No, porque ahora ya quiero morirme, no quiero que me dé nada, no voy a comer más.
Dice, con la voz muy baja, y le pregunto cómo salió. Entonces me habla de un par de remedios, de una boliviana que le cantó, desde Oruro, unas mamitas que ella escuchó en la voz de un pájaro muy extraordinario que llegó a su ventana, y de una pareja de palomos que se instaló bajo su balcón, en una palmera, empollando sus huevos. Que la paloma la miraba con sus ojos rojos, que sabía que ella la cuidaba, que cuando tuvo sus palomitos se fue, porque la rama no alcanzaba para todos:
–Y me sentí muy triste cuando se fue, me dolió mucho. Pero ahí ví que había muchos pájaros, que antes yo no les hacía caso. Yo todo esto de las plantas, los pájaros lo descubrí cuando estuve por morirme: quizás yo antes no tenía esa sensibilidad que me dio la enfermedad. A mí el campo nunca me importó, yo era como Charly: no me banco las hormigas, por favor pasame el raid.
Dice, y se ríe: es un cambio de clima.
Pero yo quiero saber si en esos momentos de enfermedad pensaba en Dios, y Mercedes me dice que sí, que cómo no pensar.
–¡Madre mía, cómo no pensar en Dios en ese momento! Tanta soledad, tanta soledad… Lo que la gente no sabe es que el enfermo está solo, aunque esté acompañado. Es tan duro… y el momento en que me pude levantar y bañarme, sentir el agua sobre la cabeza, fue un momento tan único, tan hermoso, que ahí uno dice gracias Dios mío, gracias…
Dice Mercedes Sosa: de nuevo habla bajito, despacio, con palabras que pesan y le pesan. Y me cuenta de su necesidad de creer, de su madre tan católica, de cuando fue a llevarle flores a la virgen de Luján y a la del Valle, dice, y canta una canción al niño Jesús y todo se detiene, se suspende.
–Ahí me dí cuenta de que yo nunca me fui del todo de Dios. Yo nunca tuve actitudes despectivas con la Iglesia… Algunos curas no me gustaban, algunos obispos: hay gente muy desagradable en la Iglesia. Pero cómo no vas a amar al obispo de Neuquén, a monseñor de Nevares, que luchó tanto por los obreros de allá. No se puede ser tan rígido en algunas cosas. En lo único que se debe ser rígido es en el comportamiento con los demás: no robar, no engañar a la gente…
–¿Y vos dirías que sos católica, ahora?
–No sé si católica; creo en Dios. No me preocupa no ser católica practicante, porque si fuera yo no te hablaría del aborto. Yo creo que Dios debe saber cuánto está sufriendo una madre mientras le hacen un aborto. Mirá, no había pensado en eso. Vos me preguntás si soy católica ahora, y yo te digo: ¿habré sido católica alguna vez? ¿O por qué dejé de ser católica? ¿En qué momento me alejé de la grey cristiana? Quizás yo no fui, pero… he creído mucho más que ellos, porque he hecho más cosas que ellos contra las injusticias, contra las desigualdades. Realmente, yo he creído mucho más que ellos.
Dice, y me dice que se nos hizo tarde, que ya ha pasado mucho tiempo. Yo no lo había notado.